domingo, 10 de julio de 2011

Las casas donde leímos esos libros

Llevo algunas semanas, quizá un par de meses, leyendo textos que me arriesgaría a calificar como juveniles. Se trata de textos distintos, publicados en libros de editoriales distintas, que no tienen, y espero que nunca tengan, colecciones de literatura juvenil. Es algo diferente lo que digo: textos juveniles.  


Esta expresión, “textos juveniles”, no pretende designar un estilo, una forma de creación, un conjunto de textos determinado y mucho menos una especie de público lector (lo sé muy bien, la distinción está en mi cabeza y no en los textos). Para mí, los textos juveniles son aquellos que están construidos a partir de experiencias de juventud, que centran su mundo (acción, reflexión, lenguaje y referencias) en estas experiencias y que suelen tener jovencitos como personajes. La clave está en la honestidad (porque algo similar he escuchado sobre algunas colecciones de literatura juvenil): se trata de textos honestos, que no fingen su contenido, que no aleccionan. Sobre todo esto último, no aleccionan: no hay nada menos juvenil que aleccionar. Los textos juveniles celebran la juventud, con todo y sus traumas y tragedias. 


Bueno, pero yo decía que llevo algún tiempo leyendo textos juveniles. Leyéndolos me pasaron algunas cosas. Para empezar, me descubrí recordando mis años pasados. Con cierta nostalgia, volví a pensar en “los tiempos de la escuela” (es una tragedia que la juventud coincida con esos tiempos), de las primeras fiestas y sobre todo de las “enfermedades inventadas”. Descubrí también que me hubiera gustado leer muchos de estos libros en ese tiempo. Por razones diversas, que van desde el desconocimiento de los autores hasta mis problemas económicos de entonces, nunca pude tener acceso a ellos. Esta es una deuda conmigo mismo que empiezo a saldar. Y, además, recordé mi viejo sistema de economía de lectura. 


Cuando era estudiante, tenía serios problemas económicos. Nada del otro mundo, es una historia conocida. Pero para mí esto tenía una consecuencia específica: no podía acceder a muchos libros. Nunca me he sentido cómodo en las bibliotecas y la verdad las visito poco. Así que para poder leer (por varias razones que algún día contaré, no me gustaba leer libros prestados) tuve que diseñarme un sistema de “adquisición y reciclaje de libros”. Mi primera incursión en la educación financiera. Era sencillo: compraba libros usados en librerías de viejo, después de leerlos los vendía en las mismas librerías y con ese dinero compraba otros libros. Era un negocio redondo, para las librerías, y a mí me permitía mantenerme leyendo. 


En El palacio de la luna de Paul Auster, Marco Stanley hereda de un tío una biblioteca nada despreciable. Él, como muchos adolescentes, no es un “gran lector”, pero como ha perdido casi todo el interés en la vida útil decide encerrarse en su casa a leer. Tiene poco dinero y muchos libros. Entonces diseña un sistema similar al mío: cada semana leerá todos los  libros que pueda de la biblioteca de su tío, después venderá esos libros para poder mantenerse con el dinero, y así hasta terminar la biblioteca entera. A mí me parecía una victoria, pero las historias avanzan de formas que muchas veces no son las que queremos. De la contraportada del libro: Marco “va cayendo progresivamente en la indigencia, la soledad y una suerte de tranquila locura de matices dostoievskianos, hasta que la bella Kitty Wu lo rescata”. Es muy triste, ¿no?


Hay claras diferencias con mi historia personal. Los libros a los que yo tenía acceso eran limitados: las librerías de viejo no son, salvo algunas excepciones, maravillosas como la biblioteca de la novela de Auster. Y mi interés, que siempre ha sido selectivo, me hacía la cosa más difícil. Además (¡gracias destino!), nunca fui rescatado por una bella Kitty Wu. Ahora, recordando, reconozco que mi sistema tenía, por así decirlo, una ventaja: los libros que se rematan en las librerías de viejo suelen ser, en su mayoría, “clásicos”. Y así pude leer a autores como Virginia Woolf, Samuel Beckett, Kafka, Dostoievski, Hemingway, Rulfo, por nombrar algunos. De otra forma quizá hubiera tardado en llegar a ellos o nunca los hubiera conocido. No me interesa pensar en las posibilidades. 


El final de esta experiencia siempre me ha parecido agradable: termina con mi aterrizaje en la escritura. Escribía ensayos y reseñas sobre pedido para mis amigos estudiantes. Y así pude comenzar a conservar algunos libros. Ahora me resultaría casi imposible retomar mi sistema, aunque pensándolo bien quién sabe, la crisis es la crisis. 


¿Leí alguna vez “literatura juvenil”? Puede que sí o puede que no, la verdad no lo recuerdo. Y si no lo recuerdo quiere decir que no hay ahí nada significativo. Haciendo un esfuerzo logro sacar de la memoria dos títulos que podría, siempre con problemas, calificar como juveniles: El retrato del artista adolescente y El guardián entre el centeno. Puedo recordar pasajes, pero nada que me conecte con mis experiencias juveniles. Y me parece que eso es lo importante, eso que me ha pasado ahora que me he puesto a leer estos libros que me hubiera gustado leer hace años. 


Leer siendo joven es una experiencia determinante. A diferencia del matrimonio, en el que la elección de la pareja es algo que se debe meditar, creo que no importa tanto qué se lea, sino el hecho de leer. Pasar el tiempo en las páginas, desvelarse, agarrarse de un fragmento o de una frase con toda la fuerza del cuerpo joven. Si hay lectura corporal, esta tiene lugar en la juventud, aunque después se prolongue un poco más allá. 


Los que me conocen quizá piensen que este tipo de cosas se escriben después de los 30 y que es una ridiculez de mi parte. Pero a ellos les digo que hoy me siento en ese punto que describe Alejandro Zambra en su novela Formas de volver a casa: “ha llegado el tiempo en que no importan las películas ni las novelas sino el momento en que las vimos, las leímos: dónde estábamos, qué hacíamos, quiénes éramos entonces.” 



Vuelvo a decirlo: me hubiera gustado leer estos libros hace años. Así podría releerlos hoy y tener otros recuerdos. Me parece que el momento es algo de lo más importante: recordamos un texto también por el momento. En mi caso no es posible. Pero algo se ha salvado: quizá vuelva a leer alguno de los libros que leí hace años, aunque no sean los que hubiera deseado. Después de todo, volver es volver: ¿la relectura no es acaso una forma de volver a casa, a las casas donde leímos esos libros?

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