domingo, 29 de mayo de 2011

El lector, el héroe

Algo evidente, pero que parecemos ignorar con demasiada frecuencia, es que los libros son objetos y los lectores son personas. En general, practicamos una valoración excesiva de los libros y una desvalorización, muchas veces también excesiva, de los lectores.

Los libros, qué duda cabe, son objetos: se fabrican, se venden, se compran, se usan (si les molesta la palabra podemos decir que se utilizan), se maltratan, se rompen, se pierden, se remplazan. Algunas veces también se leen. Si hay en ellos algo de valor, es el texto; y el valor fundamental de los textos literarios es su distinción de ser espejos de lo humano, es decir, de sus lectores. 

Los lectores son personas: únicas, irremplazables, inabarcables (el alma humana es, en cierto modo, todas las cosas, dice Aristóteles), contradictorias, en constante evolución. Esta riqueza, que es al mismo tiempo la dignidad de la persona, es lo que la literatura celebra: el mayor monumento que como especie nos hemos erigido es el personaje literario. El personaje literario es lo más parecido que tenemos a una persona humana. Por eso, dice Harold Bloom, miramos a Hamlet como a uno de nosotros

Los personajes literarios son los habitantes de la literatura, y en el país de los libros todos podemos encontrar a nuestros iguales. Incluso el libro, el escritor y el lector  forman parte de ese mundo. En los textos existen personajes-lectores (La mano de la buena fortuna, del serbio Goran Petrovic), personajes-escritores (El libro vacío, de la mexicana Josefina Vicens) e incluso personajes-libros (Las aventuras de un libro vagabundo, del francés Paul Desalmand). Si cada cabeza es un mundo, cada libro (quizá sería más preciso decir: la obra de cada escritor) es un universo. Les hablaré brevemente del universo de Milorad Pavic, uno de mis autores preferidos. 

Milorad Pavic es autor de obras inclasificables que han generado nuevas formas de pensar y ejercer la escritura (según Roberto Calasso su Diccionario jázaro es la primera novela del siglo XXI) y la lectura. Para muestra un botón. 

La mayor complicidad que puede establecer un escritor con sus lectores es darle al lector la posibilidad de ser personaje. En el cuento Té para dos (Milorad Pavic, Siete pecados capitales), el lector es el héroe de la historia. Cuando digo el lector no me estoy refiriendo a un personaje-lector o una categoría abstracta. Cada vez que alguien lee el texto de Pavic puede llegar a convertirse en el héroe de esa historia. 

Cito las primeras líneas del cuento:

“El escritor les aconseja, queridos lectores, que no lean este cuento un miércoles y de ninguna manera antes del mes de mayo. Además, lo más conveniente sería que lo leyeran por la noche y en la cama. Descubrirán las razones por ustedes mismos. Aún debo decir que en este cuento no hay héroes; los únicos héroes aquí son ustedes, sus lectores.”

Pero ser el héroe de la historia de Pavic implica algunos peligros. Por eso, lo que viene a continuación es una advertencia: 

“(…) la conversión del lector en el héroe de un libro le da la posibilidad al escritor de lastimarlo, incluso de matarlo, en cuestión de dos renglones.”

Hay que aceptar el reto y continuar la lectura. Además, es necesario que el lector pase por una iniciación. A la posible lectora del cuento, Pavic le dice:

“Tal vez tiene usted unos maravillosos ojos negros que lanzan miradas aromáticas a su alrededor, tal vez siembra tras de sí sombras costosas y tal vez orina agua de colonia, como dijo una escritora, pero eso no le ayudará a llegar a ser la heroína de este libro. Lo puede conseguir sólo la lectora que antes del día en que empieza a leer este cuento haya perdido una llave. Una llave cualquiera, la llave del maletín del maquillaje, la llave de su auto, o de un departamento ajeno, da igual. Si eso le ha pasado está en buen camino y sólo usted puede considerarse la heroína de este cuento (…). Ninguna otra. Las demás lectoras pueden tirar este libro, inclusive, porque él ya no se refiere a ellas.”

Y al posible lector:

“Usted puede tener las manos y la voz que hacen temblar a los oídos femeninos, los bigotes que embellecen su sonrisa y la sonrisa que embellece sus bigotes, pero eso no va a ayudarle a convertirse en el héroe de este cuento. El lector atinará fácilmente si él es el verdadero, si es él único que puede lograrlo, si por la noche, en la cama, cuando se disponga a leer este cuento, recordara que hace poco encontró en el pasto o en la calle un arete perdido. Un arete femenino común que no tiene que ser caro en absoluto. Ese lector es el elegido. (…) los demás ya pueden desistir de los intentos y la lectura de este cuento ya no les va a concernir.”

El resto del texto plantea una serie de acciones que es preciso que los lectores realicen para llegar a convertirse en los héroes de la historia. Los héroes del cuento, al final, tienen la posibilidad de encontrar el amor. Y no en el texto o su lectura, en su vida pero sólo a través de la lectura: concretamente en un café cercano a la plaza principal de la ciudad en donde viva el lector. Esta posibilidad es el regalo que Pavic quiere darnos, la razón la encontramos al final del cuento: 

“Mi querida lectora y mi querido lector, seas quien seas, recordarás que mis palabras al final de este cuento son, en realidad, mi declaración de amor hacia ti.”

Pavic no sólo considera al lector inteligente y capaz de llegar a ser el héroe de sus textos: se declara enamorado de sus lectores. Y esto es lo que me hace amarlo a él y a sus textos. Aunque he retomado algunos pasajes del cuento, espero no haber cometido la imprudencia de contar demasiado, sólo lo necesario para hacer Algún comentario.

miércoles, 25 de mayo de 2011

La paciencia de los libros


I

Un amigo me ha preguntado si Algún comentario llegará a ser con el tiempo un compendio de reseñas de libros. Espero que no, porque lo que me interesa es hablar de mis lecturas a partir de los libros que leo y no hablar de los libros a partir de mis lecturas. La diferencia es importante, y tiene un antecedente inmediato: Imaginantes* de José Gordon.

II

Imaginantes*  es una serie de brevísimos videoclips animados que “narran los momentos creativos de grandes artistas y pensadores contemporáneos”. Se trata de una propuesta sumamente eficaz. En cuestión de un minuto, no sólo se nos comunica una idea sorprendente: su fuerza nos contagia porque es la de la imaginación que todos compartimos. La calidad técnica y estética de las cápsulas es un puente para acercar el contenido a públicos diversos, por ejemplo: los jóvenes.

Es una solución conocida. Los cuentos extravagantes, de Nostra Ediciones, parece estar animada por una idea similar. Es “una colección de cuentos breves escritos por los máximos exponentes de este género de todo el mundo, nacidos a finales del siglo XIX y principios del XX, ilustrados por los creadores de nuevas tendencias y discursos visuales como el arte japonés, el grafitti y el arte pop, del siglo XXI.” 

III

Cada cápsula de Imaginantes* es un registro audiovisual de algunas experiencias de lectura de José Gordon. Él descubre, comenta y comparte esos momentos luminosos de la imaginación. Aunque algunos tienen como temática un libro, nunca caen en la reseña. 




La cápsula El contagio de la imaginación está basada en un cometario que hace George Steiner en El arte de la crítica Entrevista con Ronald A. Sharp incluida en su libro Los logócratas. 

Llama mi atención que el comentario fácilmente podría pasar desapercibido en la lectura: es sólo una referencia, entre miles. Pero José Gordon la ha elegido para Imaginantes*. Por eso, me gusta pensar que más que un catálogo de experiencias de imaginación, Imaginantes* es una prolongación de José Gordon lector. 

IV

En una de mis más recientes visitas a Xalapa, Judit me regaló Lenguaje y silencio de Steiner. Lo comencé a leer ahí mismo, estábamos en Los lagos y ella practicaba estiramientos, y desde ese momento quedé enganchado al autor. De regreso en DF, salí de paseo a las librerías… 

Antes de comprar un libro trato de hacerme una idea general sobre su contenido. Leer los comentarios de la contraportada, quitar el forro de plástico, cuando lo hay, y leer algunas páginas al azar me ayudan a construir esa idea. Ese día no hice nada de esto porque me bastaba el nombre del autor, compré: Los logócratas y un librito de la Biblioteca de Ensayo de Siruela que incluye un texto titulado El silencio de los libros.

Al llegar a casa me puse a hojear los libros. Descubrí que el ensayo El silencio de los libros está  también en Los logócratas pero con el título de Los disidentes del libro…

En Los logócratas encontré, entre muchas otras cosas, el comentario que inspiró El contagio de la imaginación. Además, en el texto Los que queman los libros, descubrí una idea que me parece podría ser tema para otra cápsula de Imaginantes*. Yo la titularía “La paciencia de los libros”. Transcribo a continuación el fragmento:

“El encuentro con el libro, como con el hombre y la mujer, que va a cambiar nuestra vida, a menudo en un instante de reconocimiento del que no tenemos conciencia, puede ser puro azar. El texto que nos convertirá a una fe, nos adherirá a una ideología, dará a nuestra existencia una finalidad y un criterio podría esperarnos en la sección de libros de ocasión, de libros deteriorados o de saldos. Puede hallarse, polvoriento y olvidado, en una sección justo al lado del volumen que buscamos. (…) Mientras un texto sobreviva, en algún lugar de esta tierra, aunque sea en un silencio que nada viene a romper, siempre es capaz de resucitar. Walter Benjamin lo enseñaba, Borges hizo su mitología: un libro auténtico nunca es impaciente. Puede aguardar siglos para despertar un eco vivificador. Puede estar en venta a mitad de precio en una estación de ferrocarril, como estaba el primer Celan que descubrí por azar y abrí. Desde aquel momento fortuito, mi vida se vio transformada y he tratado de aprender “una lengua al norte del futuro”.

V

Después de la lectura viene la tormenta. Ahora emprendo la búsqueda del origen de esta “lengua al norte del futuro”. Y la escritura de Algún comentario, de viaje. 

sábado, 14 de mayo de 2011

Las cárceles elegidas

Me gusta ir de paseo a las librerías. Aunque no es lo mismo que ir a comprar libros, a veces me pasa que no puedo evitarlo y me compro alguno. Entonces me digo lo que me decían mis papás cuando de niño me llevaban al parque: te dije que no te iba a comprar nada. Y creo que yo lo que hacía era quedarme callado. 

En el más reciente de estos paseos, entre algunas otras cosas (sí, es un peligro…), compré Las cárceles elegidas de Doris Lessing. Hacía tiempo que quería leer alguno de sus libros pero qué le vamos a hacer, hicieron falta muchos paseos para que finalmente nos encontráramos en una librería del Fondo. 

El libro reúne las cinco Conferencias Messey que Lessing dictó en 1985 y que fueron transmitidas en octubre de ese año como parte de la serie Ideas de Radio CBC de Canadá (no tiene nada que ver, pero yo nací en octubre del 85). Las conferencias tienen como tema general “las posibilidades de la racionalidad frente al totalitarismo”, en todas sus manifestaciones, y su tesis central es que “nosotros (la especie humana) estamos hoy en posesión de mucha información sólida acerca de nosotros mismos, pero no la aprovechamos para mejorar nuestras instituciones y, por consiguiente, nuestras vidas”.

Razones sobran y tienen que ver con nuestra actitud ante la vida (pasada, presente y futura), la sociedad, y sobre todo con la política y la amplia difusión que hoy recibe prácticamente cualquier idea. 

Pero no voy a hablar sobre Doris Lessing o su obra, es decir de ella, porque en realidad no la conozco. La lectura de Las cárceles elegidas ha sido mi primer acercamiento a esta enorme personalidad y debo decir que la viví como un encuentro bastante afortunado. 

Aunque propiamente estas conferencias no son parte de su obra (se trata de textos que fueron escritos para leerse en un ambiente algo académico y ya se sabe que esto exige un tratamiento distinto de las ideas), de su lectura me quedan buenas impresiones y algunos descubrimientos. 

Por ejemplo, dos de las cosas que han llamado mi atención: la observación de que muchas veces nuestras ideas son cárceles que elegimos habitar (lo que inevitablemente me recuerda el hermoso comienzo de Siete pecados capitales de Milorad Pavic: “Los pensamientos humanos son como cuartos. Entre ellos hay salas lujosas y cuartuchos saturados. Los hay soleados y sombríos. Algunos dan al río y al cielo, otros al traspatio o al sótano.”) y una referencia, al final del libro, a Akenatón, el soberano egipcio.

Este libro es para mí lo que han sido buena parte de los libros que más he disfrutado, una serie de puertas: a la lectura de la obra de Lessing, a la interpretación de su pensamiento (las ideas no habitan en nosotros, somos nosotros los que las habitamos y algunas veces estamos en ellas como en cárceles), a la búsqueda de información sobre algunos temas (por ejemplo: recuerdo que para Aristóteles el conocimiento transforma a la persona o no es conocimiento, y me gustaría volver a leer sobre esto) y personajes (Akenatón). 

Sé que volveré a leer a Doris Lessing (no deja de sorprenderme que la lectura misma sea su principal promotora) y quién sabe, quizá vuelva a escribir Algún comentario.

Sobre Algún comentario

¿Cree usted que se escribirían libros sobre Dostoievski si fuera posible escribir una página de Los endemoniados
George Steiner

Conozco muchas personas que prefieren leer un comentario sobre una obra en lugar de leer la obra en cuestión. No creo que realmente lo prefieran, sino que participan de una práctica fomentada en la enseñanza universitaria de la literatura y en general en los ambientes académicos. 

La gente lee más comentarios, y comentarios sobre comentarios, que obras. Hay más comentaristas que autores. Esto y muchas cosas más sobre el tema dice George Steiner en una entrevista con Ronald A. Sharp. Me parece que se trata de una crítica sobre la cantidad y calidad de los comentarios, más que sobre el hecho mismo de escribir un comentario. Después de todo, Steiner es uno de los grandes comentaristas.

Sócrates criticó el fetichismo del libro (Fedro). Dos siglos después dijo el Eclesiastés (XII 12): “Componer muchos libros es nunca acabar, y estudiar demasiado daña la salud. Basta de palabras. Todo está escrito.” En el siglo I, escribe Séneca: “La multitud de libros disipa el espíritu” (segunda de las Cartas a Lucilio). En china, en el siglo IX, el poeta Po Chu Yi se burla de Lao-Tsé: “De sabios es callar, los que hablan nada saben –dicen que dijo Lao-Tsé, en un librito de ochocientas páginas.” En Argelia, en el siglo XIV, Ibn Jaldún: “Los demasiados libros sobre un tema hacen más difícil estudiarlo.” (Almuqaddimah, VI, 27). En Alemania, en el siglo XVI, Lutero: “La multitud de libros es una calamidad”. (Charlas de sobremesa, 4691). Don Quijote, al enterarse de que se había escrito el Quijote: “Hay algunos que así componen y arrojan libros de sí como si fueran buñuelos” (II, 3). Montaigne: “Se busca más interpretar interpretaciones que interpretar las cosas. Hay más libros sobre libros que sobre cualquier otro tema. No hacemos más que glosarnos los unos a los otros.” (Ensayos III, 13). Samuel Johnson: “Es extraño que se escriba tanto y se lea tan poco” (Boswell, Life of Johnson, May 1, 1783). “Para convencerse de la vanidad de las esperanzas humanas no hay lugar más deprimente que una biblioteca pública: verla tapizada de imponentes volúmenes, cuidadosamente meditados y documentados, que no pasaron del catálogo.” (Rambler 106, March 23, 1751).

Gabriel Zaid, Los demasiados libros


Esto es una crítica similar y al mismo tiempo un ejemplo de lo que se critica. Sin atribuirles un valor objetivo, me gustan algunos libros sobre libros por varias razones. Los hay que reúnen información diversa, de cierta utilidad, que me sería difícil consultar de otra forma (se supone que todos ofrecen esto, pero no es así en realidad). Además existen otros muy afortunados que contienen observaciones pertinentes e incluso verdaderos descubrimientos sobre los textos. Pero sobre todo esto, me gustan los que no se cuidan de ofrecer información sobre la forma de leer de quién escribe. 

“Hablar sobre el significado de una obra es contar una historia de lectura”, dice Aidan Chambers  (Dime). Lo hagamos con conciencia o no, en nuestros comentarios sobre libros es común que incluyamos información que habla más sobre nosotros como lectores que sobre la obra. Algún lector quizá me dirá, con toda razón y derecho, que está más interesado en su propia lectura de la obra que en las observaciones de otro lector. A ese lector yo le diría que a mí me interesan las dos cosas: me interesa leer las obras (que en sí mismas son lecturas gigantescas) y me interesa la lectura de algunas formas de leer las obras. 

Yo creo que no hay experiencia comparable a la lectura de la obra. Pero no desprecio los comentarios:  

Los mejores actos de lectura son actos de inclusión, actos de intuición fragmentaria, de lo que rechaza la paráfrasis, la metafrase; que acaban diciendo: “Lo más interesante, de todo esto, no he sido capaz ni de rozarlo”. Pero lejos de ser una derrota humillante o una forma de misticismo, esta capacidad se convierte en una especie de gozosa invitación a releer.
George Steiner


Creo que lo más evidente aquí es que he citado de forma excesiva a George Steiner, a quien por cierto descubrí leyendo un comentario. Pido disculpas y confieso que seguramente lo volveré a hacer en Algún comentario.

*Todas las referencias a George Steiner han sido tomadas de Los logócratas.