lunes, 3 de octubre de 2011

Lo menos oscuro

Casi al final de una larguísima vida dedicada a explorar las implicaciones culturales, históricas, políticas, éticas, estéticas y filosóficas de esa práctica cotidiana que llamamos “lectura”, Hans-George Gadamer, el maestro de la hermenéutica contemporánea, escribió lo siguiente: “Qué cosa sea leer, y cómo tiene lugar la lectura, me parece una de las cosas más oscuras”. 

Jorge Larrosa, Leer (y enseñar a leer) entre las lenguas



Después de leer este comentario, que abre el texto de Jorge Larrosa, me parece que cualquier texto que trate sobre la lectura debería comenzar exponiendo la misma idea. Siguiendo el ejemplo de Gadamer, Jorge Larrosa escribió en el prólogo de La experiencia de la lectura: “Yo, por mi parte, nunca sabré lo que es leer, aunque para saberlo continúe leyendo con un lápiz en la mano y escribiendo sobre una mesa llena de libros”. 


Razones me sobran para desconfiar de los que pretenden haber establecido ya qué cosa es leer. En mis lecturas de los que considero enormes lectores e investigadores de la lectura, a cada paso me encuentro con comentarios similares al de Gadamer. Por ejemplo, Michelle Petit en Nuevos acercamientos a los jóvenes y a la lectura: “No puedo analizar aquí exhaustivamente la experiencia de la lectura literaria; no estoy particularmente calificada para hacerlo, y serían necesarias no cuatro conferencias sino años”. O E. B. Huey, citado por Alberto Manguel en Una historia de la lectura: “Analizar exhaustivamente lo que hacemos cuando leemos, sería casi el éxito supremo del sicólogo, porque significaría describir gran parte de los procesos más intrincados de la mente humana.” O algo similar de Charles Sarland en La lectura en los jóvenes: cultura y respuesta: “Si acaso existe una gran teoría de la respuesta que se aplique a las lecturas que hace la gente de los textos, ésta es que no hay ninguna teoría que explique adecuadamente todas las variadas respuestas que pueden generar los textos.” O… etc. 


En su autobiografía, curiosamente titulada Errata, George Steiner afirma que “El atributo que distingue lo trivial, la obra efímera, ya sea en la música, en la literatura o en las artes, consiste en que puede clasificarse y comprenderse de una vez por todas.” Arriesgándome a sonar pedante, yo calificaría de “obras efímeras” muchos de  los textos que he leído sobre la lectura. La lectura no es algo trivial. 


Escapando de lo trivial, aunque algunos no de los lugares comunes, hay autores que se arriesgan a describir la lectura. Una de las descripciones más hermosas, que además plantea una alternativa a los abordajes tradicionales al tema, se la debo a Alberto Manguel. 



Es verdad que en algunas ocasiones el mundo de la página se incorpora a nuestro imaginaire consciente –nuestro cotidiano vocabulario de imágenes–, y entonces vagamos sin rumbo por esos paisajes inventados, maravillados como Don Quijote. Pero la mayor parte del tiempo caminamos con paso firme. Sabemos que estamos leyendo incluso al mismo tiempo en que ponemos en suspenso la incredulidad; sabemos por qué leemos aunque no sepamos cómo, reteniendo en la cabeza al mismo tiempo, por así decirlo, la ilusoria realidad del texto y el acto de leer. Leemos para averiguar el final, por consideración a la historia. Leemos no para alcanzar la última página, sino por amor a la lectura misma. Leemos minuciosamente, como rastreadores, sin prestar atención a lo que nos rodea; leemos distraídamente, saltándonos páginas. Leemos con desprecio, con admiración, con negligencia, con furia, con pasión, con envidia, con anhelo. Leemos con ráfagas repentinas de placer, sin saber qué las ha provocado. “¿Qué es esta emoción?”, pregunta Rebeca West, después de leer El rey Lear. “¿Qué aportarán a mi vida las más elevadas obras de arte, que me hacen sentir tan feliz?” No lo sabemos: leemos en la ignorancia. Leemos en largos y lentos movimientos, como flotando en el espacio, ingrávidos. Leemos llenos de prejuicios, con malicia. Leemos generosamente, llenando vacíos, corrigiendo errores. Y a veces, cuando las estrellas nos son propicias, leemos conteniendo la respiración, con un estremecimiento, como si alguien o algo hubiera “caminado sobre nuestra tumba”, como si, de repente, hubiéramos rescatado un recuerdo de lo más hondo de nosotros mismos; el reconocimiento de algo que antes  ignorábamos que estaba allí, o de algo que vagamente sentimos como un parpadeo o una sombra, cuya silueta fantasmal se eleva y vuelve a desaparecer en nuestro interior antes de que podamos ver lo que es, pero volviéndonos más viejos y más sabios. 

Alberto Manguel, Una historia de la lectura



En “El traductor como lector”, uno de los ensayos de Una historia de la lectura, Alberto Manguel describe lo que a mí me gustaría ser como lector: “un oyente mejor y más sabio: menos seguro, mucho más sensible.” El lector podría ser lo  menos oscuro de esta noche.

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